RAUL HILBERG & ANNE FRANK
Raul Hilberg (1926-2007) huyó de Austria junto a su familia en 1939. Su
padre había sido arrestado por ser judío, pero logró ser liberado porque era
veterano de la I Guerra Mundial. Supo que no tendría una segunda oportunidad y
huyó a tiempo junto a los suyos. Hilberg acabó en Estados Unidos y sirvió en el
Ejército. Su división participó en la liberación del campo de concentración de
Dachau y fue uno de los documentalistas del proceso de Nuremberg. Dedicó el
resto de su vida a estudiar el Holocausto, un conocimiento que cristalizó en la
obra cumbre sobre la Shoah, La destrucción de los judíos de Europa (Akal).
Además de este estudio de más de 1.000 páginas, escribió su autobiografía y un
ensayo titulado Perpetrators Victims Bystanders (Perpetradores, víctimas,
testigos).
En este libro retrata a los principales responsables del horror, empezando
por Hitler, pero también a personajes mucho menos conocidos, que contribuyeron
a que la barbarie fuese posible. Por ejemplo, Hans Globke (1898-1973), autor de
numerosos decretos racistas como el que obligaba a añadir los nombres
intermedios judíos para que pudiesen ser identificados fácilmente, "así
como decretos técnicos que preveían la puesta en marcha de medidas antijudías
en las regiones que acababan de ser anexadas", relata Hilberg. Después de
la guerra trabajó en el gabinete del canciller federal de la RFA y fue uno de
los principales ayudantes de Konrad Adenauer. Se jubiló en 1963 y falleció en
1973. Es un caso paradigmático porque Globke no fue responsable directo de
ningún crimen, pero puso toda su sabiduría y habilidad jurídica al servicio de
la Oficina de Asuntos Judíos que dirigía Adolf Eichmann, en otras palabras, de
la organización del exterminio.
Incluso nazis tan conocidos como Joseph Mengele, que huyeron a América Latina,
entraban y salían con naturalidad de Alemania. Sólo la captura de Eichmann hizo
que se volviesen más precavidos. Algunos, como el sádico médico de Auschwitz
nunca fueron encontrados, otros sí como es el caso de Klaus Barbie (1913-1991).
Aunque cometió crímenes de guerra en Holanda y la antigua URSS, Barbie era
sobre todo conocido como el Carnicero de Lyon, el jefe de la Gestapo que
persiguió a la resistencia y a los judíos en el noreste de Francia. Torturó
personalmente a muchas de sus víctimas. Capturó y asesinó al personaje más
conocido de la resistencia francesa, Jean Moulin. Sin embargo, al final de la
guerra, fue reclutado por los servicios secretos estadounidenses que
consideraban que su información sobre las redes comunistas era extraordinariamente
útil al principio de la guerra fría. El resumen de la ficha de Barbie de la CIA
ofrecido por los Archivos Nacionales de EEUU asegura: "El relato básico
que emerge de estos documentos es bien conocido: el Cuerpo de
Contrainteligencia (CIC) del Ejército estadounidense protegió a Barbie después
de la guerra de la persecución francesa y le ayudó a llegar a América del
Sur". Vivió en Argentina y luego trabajó para la dictadura boliviana,
antes de ser finalmente extraditado a Francia en 1983, donde fue juzgado y
condenado a cadena perpetua. Murió de cáncer en 1991 en prisión.
Para ayudar a huir a Barbie, los servicios secretos utilizaron las famosas
rutas de ratones, las redes organizadas que ayudan a huir a los nazis hacia la
España franquista y América Latina. Uno de los enlaces de estas redes en Viena
era un antiguo oficial alemán que llegaría a ser un personaje muy importante en
la posguerra, el austriaco Kurt Waldheim (1918-2007), otro caso paradigmático
de la amnesia al final de la II Guerra Mundial. Waldheim fue secretario general
de Naciones Unidas (1972-1981) y presidente de Austria (1986-1992). Sin
embargo, su pasado como oficial de inteligencia de la Wehrmart en los Balcanes
le alcanzó en los ochenta cuando fue acusado de, por lo menos, haber conocido
crímenes de guerra durante la II Guerra Mundial.
Estuvo destinado en Salónica cuando todos sus habitantes judíos fueron
deportados a Auschwitz —unos 50.000 sefardíes, un tercio de la población—. El
organizador de aquel asesinato masivo, Alois Bruner, nunca fue capturado
(aunque el Mosad llegó a enviarle cartas bomba) y el Centro Wiesenthal confirmó
el año pasado su muerte. Una comisión internacional de historiadores determinó
que no había pruebas de que Waldheim hubiese participado personalmente en crímenes
de guerra, pero también que era imposible que no conociese lo que ocurría a su
alrededor. Aunque declarado persona non grata en Estados Unidos, fue
condecorado por Juan Pablo II en 1994. Falleció en 2007 y fue enterrado con
todos los honores en Viena.
Quizás ningún caso ilustra con tanta precisión lo ocurrido con los nazis
después de la II Guerra Mundial como la historia de Karl Siberbauer
(1991-1972), el hombre que detuvo a la víctima más famosa de la Shoah, Ana
Frank, la niña alemana que se escondió en una casa de los canales de Amsterdam
junto a su familia y cuyo diario se ha convertido en un símbolo de la muerte de
seis millones de judíos durante el Holocausto.
Siberbauer, oficial de la Gestapo en Holanda, recibió la orden de acudir a
la calle Prinsengracht 263 porque había judíos escondidos, aunque siempre dijo
desconocer quién fue el denunciante, ya que él no recibió personalmente la
llamada, sino su superior, Julius Dettman, que se suicidó después de la guerra.
De hecho, nunca se ha sabido quién fue el delator de la familia Frank. El
cazador de nazis Simon Wiesenthal localizó a Siberbauer en 1963: trabajaba como
policía en Viena. Fue apartado de sus funciones durante la investigación,
aunque en 1964 fue declarado inocente porque se limitó "a seguir órdenes"
durante el arresto. Volvió a su trabajo y falleció en 1972. Una investigación
en 2011 de la revista alemana Focus reveló lo que había estado haciendo durante
los años en los desapareció del mapa: trabajó para los servicios secretos de la
República Federal de Alemania.
Anne Frank in the World: a short
narrative on why we should study the Holocaust
Anne Frank states: “I can only stand and
watch while other people suffer and die.” Reading these words from her world
renowned diary begs the question: how we can imagine an idealistic world, a
better world in spite of everything that had happened during the Holocaust?
Knowing parts of the Holocaust (only parts because there are stories that will
never be told; they were silenced and buried in the graves of six million
people) how can we hold out for any hope of goodness in the heart of humanity?
Have we become to jaded by all our mutilated histories to ever cling to the
thought of being idealistic? Perhaps, despite the dreadful weight of so much
suffering and death, we can look at another passage from Anne Frank’s diary,
when she also stated: “I still believe, in spite of everything, that people are
truly good at heart.” Despite having to go into hiding in the Secret Annex,
being forced out of school, restricted in every sense of the word just because
she was Jewish, Anne Frank still held out that people were generally good at
heart.
Now, we could argue and question, as
author Victoria Barnett suggested in her “Reflections on Anne Frank,” if young
Anne would have remained so idealistic had she survived Bergen-Belsen, or would
her idealism have been crushed by the dark force of anti-Semitic legislation,
carried out by the perpetrators and bystanders of the Third Reich. Perhaps she
would have, like so many others have, including Georgette Schuler, a colleague
of Barnett’s father who committed suicide some twenty years after surviving
Auschwitz. It’s completely reasonable and expectant that Anne’s idealism would
have been defeated by such scarred memory, had she survived. But she didn’t,
Anne Frank died of typhoid at Bergen-Belsen one month shy of British liberation.
Yet, something is still left to be said
of Otto Franks decision, after being the only survivor of the Frank family and
member of those in the Secret Annex, to piece together and publish his murdered
daughters diary, namely, to what purpose could he have done such a thing. As
Victoria Barnett inferred from the death of the first person she knew connected
to the Holocaust, the aim of studying and teaching history is to keep memory
alive. In regards to keeping the memory of the Holocaust alive is to not give
the Nazis the last word, to not give hatred and depravity the last word, but to
give the faces of individuals like Anne the last word, because they are “not
[just] ashes in Bergen-Belsen,” but voices calling from our past, intruding on
the present. These six million Jews, and an additional other five-million (the
lives of undesirables, such as: political prisoners, POW’s, homosexuals,
Marxists, Gypsy’s, and even Christians), were much more than numbers and
statistics, but people with faces, connected to this world, a flickering
candlelight during a period turned topsy-turvy.
And their shared experience guides our
own fate. We must be brave enough to ask ourselves: Can we move, as a species,
beyond the hate that perpetuated the Holocaust? Perhaps not, the potential for
hate seems to be something intrinsic to the shared human experience just as
much as suffering is. But in the process of learning, recalling, and telling
the stories and histories in context with those who call out to us from the
grave and of those who survived, and of those who did something, and of those
who did nothing, and even those we call perpetrators, we are keeping memory
alive and relevant, and if we can do this, then perhaps Anne Frank’s idealism
will find a place to grow, in the hearts of our children, and their children’s
children; all the while, allowing the essence of a young fifteen-year-old
girl’s idealism alive, the girl who clung desperately to the hope that good
shall always prevail in the end.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario