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martes, 5 de mayo de 2015

RAUL HILBERG & ANNE FRANK



RAUL HILBERG & ANNE FRANK

Raul Hilberg (1926-2007) huyó de Austria junto a su familia en 1939. Su padre había sido arrestado por ser judío, pero logró ser liberado porque era veterano de la I Guerra Mundial. Supo que no tendría una segunda oportunidad y huyó a tiempo junto a los suyos. Hilberg acabó en Estados Unidos y sirvió en el Ejército. Su división participó en la liberación del campo de concentración de Dachau y fue uno de los documentalistas del proceso de Nuremberg. Dedicó el resto de su vida a estudiar el Holocausto, un conocimiento que cristalizó en la obra cumbre sobre la Shoah, La destrucción de los judíos de Europa (Akal). Además de este estudio de más de 1.000 páginas, escribió su autobiografía y un ensayo titulado Perpetrators Victims Bystanders (Perpetradores, víctimas, testigos).

En este libro retrata a los principales responsables del horror, empezando por Hitler, pero también a personajes mucho menos conocidos, que contribuyeron a que la barbarie fuese posible. Por ejemplo, Hans Globke (1898-1973), autor de numerosos decretos racistas como el que obligaba a añadir los nombres intermedios judíos para que pudiesen ser identificados fácilmente, "así como decretos técnicos que preveían la puesta en marcha de medidas antijudías en las regiones que acababan de ser anexadas", relata Hilberg. Después de la guerra trabajó en el gabinete del canciller federal de la RFA y fue uno de los principales ayudantes de Konrad Adenauer. Se jubiló en 1963 y falleció en 1973. Es un caso paradigmático porque Globke no fue responsable directo de ningún crimen, pero puso toda su sabiduría y habilidad jurídica al servicio de la Oficina de Asuntos Judíos que dirigía Adolf Eichmann, en otras palabras, de la organización del exterminio.



Incluso nazis tan conocidos como Joseph Mengele, que huyeron a América Latina, entraban y salían con naturalidad de Alemania. Sólo la captura de Eichmann hizo que se volviesen más precavidos. Algunos, como el sádico médico de Auschwitz nunca fueron encontrados, otros sí como es el caso de Klaus Barbie (1913-1991). Aunque cometió crímenes de guerra en Holanda y la antigua URSS, Barbie era sobre todo conocido como el Carnicero de Lyon, el jefe de la Gestapo que persiguió a la resistencia y a los judíos en el noreste de Francia. Torturó personalmente a muchas de sus víctimas. Capturó y asesinó al personaje más conocido de la resistencia francesa, Jean Moulin. Sin embargo, al final de la guerra, fue reclutado por los servicios secretos estadounidenses que consideraban que su información sobre las redes comunistas era extraordinariamente útil al principio de la guerra fría. El resumen de la ficha de Barbie de la CIA ofrecido por los Archivos Nacionales de EEUU asegura: "El relato básico que emerge de estos documentos es bien conocido: el Cuerpo de Contrainteligencia (CIC) del Ejército estadounidense protegió a Barbie después de la guerra de la persecución francesa y le ayudó a llegar a América del Sur". Vivió en Argentina y luego trabajó para la dictadura boliviana, antes de ser finalmente extraditado a Francia en 1983, donde fue juzgado y condenado a cadena perpetua. Murió de cáncer en 1991 en prisión.



Para ayudar a huir a Barbie, los servicios secretos utilizaron las famosas rutas de ratones, las redes organizadas que ayudan a huir a los nazis hacia la España franquista y América Latina. Uno de los enlaces de estas redes en Viena era un antiguo oficial alemán que llegaría a ser un personaje muy importante en la posguerra, el austriaco Kurt Waldheim (1918-2007), otro caso paradigmático de la amnesia al final de la II Guerra Mundial. Waldheim fue secretario general de Naciones Unidas (1972-1981) y presidente de Austria (1986-1992). Sin embargo, su pasado como oficial de inteligencia de la Wehrmart en los Balcanes le alcanzó en los ochenta cuando fue acusado de, por lo menos, haber conocido crímenes de guerra durante la II Guerra Mundial.

Estuvo destinado en Salónica cuando todos sus habitantes judíos fueron deportados a Auschwitz —unos 50.000 sefardíes, un tercio de la población—. El organizador de aquel asesinato masivo, Alois Bruner, nunca fue capturado (aunque el Mosad llegó a enviarle cartas bomba) y el Centro Wiesenthal confirmó el año pasado su muerte. Una comisión internacional de historiadores determinó que no había pruebas de que Waldheim hubiese participado personalmente en crímenes de guerra, pero también que era imposible que no conociese lo que ocurría a su alrededor. Aunque declarado persona non grata en Estados Unidos, fue condecorado por Juan Pablo II en 1994. Falleció en 2007 y fue enterrado con todos los honores en Viena.


Quizás ningún caso ilustra con tanta precisión lo ocurrido con los nazis después de la II Guerra Mundial como la historia de Karl Siberbauer (1991-1972), el hombre que detuvo a la víctima más famosa de la Shoah, Ana Frank, la niña alemana que se escondió en una casa de los canales de Amsterdam junto a su familia y cuyo diario se ha convertido en un símbolo de la muerte de seis millones de judíos durante el Holocausto.

Siberbauer, oficial de la Gestapo en Holanda, recibió la orden de acudir a la calle Prinsengracht 263 porque había judíos escondidos, aunque siempre dijo desconocer quién fue el denunciante, ya que él no recibió personalmente la llamada, sino su superior, Julius Dettman, que se suicidó después de la guerra. De hecho, nunca se ha sabido quién fue el delator de la familia Frank. El cazador de nazis Simon Wiesenthal localizó a Siberbauer en 1963: trabajaba como policía en Viena. Fue apartado de sus funciones durante la investigación, aunque en 1964 fue declarado inocente porque se limitó "a seguir órdenes" durante el arresto. Volvió a su trabajo y falleció en 1972. Una investigación en 2011 de la revista alemana Focus reveló lo que había estado haciendo durante los años en los desapareció del mapa: trabajó para los servicios secretos de la República Federal de Alemania.





Anne Frank in the World: a short narrative on why we should study the Holocaust

Anne Frank states: “I can only stand and watch while other people suffer and die.” Reading these words from her world renowned diary begs the question: how we can imagine an idealistic world, a better world in spite of everything that had happened during the Holocaust? Knowing parts of the Holocaust (only parts because there are stories that will never be told; they were silenced and buried in the graves of six million people) how can we hold out for any hope of goodness in the heart of humanity? Have we become to jaded by all our mutilated histories to ever cling to the thought of being idealistic? Perhaps, despite the dreadful weight of so much suffering and death, we can look at another passage from Anne Frank’s diary, when she also stated: “I still believe, in spite of everything, that people are truly good at heart.” Despite having to go into hiding in the Secret Annex, being forced out of school, restricted in every sense of the word just because she was Jewish, Anne Frank still held out that people were generally good at heart.


Now, we could argue and question, as author Victoria Barnett suggested in her “Reflections on Anne Frank,” if young Anne would have remained so idealistic had she survived Bergen-Belsen, or would her idealism have been crushed by the dark force of anti-Semitic legislation, carried out by the perpetrators and bystanders of the Third Reich. Perhaps she would have, like so many others have, including Georgette Schuler, a colleague of Barnett’s father who committed suicide some twenty years after surviving Auschwitz. It’s completely reasonable and expectant that Anne’s idealism would have been defeated by such scarred memory, had she survived. But she didn’t, Anne Frank died of typhoid at Bergen-Belsen one month shy of British liberation.

Yet, something is still left to be said of Otto Franks decision, after being the only survivor of the Frank family and member of those in the Secret Annex, to piece together and publish his murdered daughters diary, namely, to what purpose could he have done such a thing. As Victoria Barnett inferred from the death of the first person she knew connected to the Holocaust, the aim of studying and teaching history is to keep memory alive. In regards to keeping the memory of the Holocaust alive is to not give the Nazis the last word, to not give hatred and depravity the last word, but to give the faces of individuals like Anne the last word, because they are “not [just] ashes in Bergen-Belsen,” but voices calling from our past, intruding on the present. These six million Jews, and an additional other five-million (the lives of undesirables, such as: political prisoners, POW’s, homosexuals, Marxists, Gypsy’s, and even Christians), were much more than numbers and statistics, but people with faces, connected to this world, a flickering candlelight during a period turned topsy-turvy.




And their shared experience guides our own fate. We must be brave enough to ask ourselves: Can we move, as a species, beyond the hate that perpetuated the Holocaust? Perhaps not, the potential for hate seems to be something intrinsic to the shared human experience just as much as suffering is. But in the process of learning, recalling, and telling the stories and histories in context with those who call out to us from the grave and of those who survived, and of those who did something, and of those who did nothing, and even those we call perpetrators, we are keeping memory alive and relevant, and if we can do this, then perhaps Anne Frank’s idealism will find a place to grow, in the hearts of our children, and their children’s children; all the while, allowing the essence of a young fifteen-year-old girl’s idealism alive, the girl who clung desperately to the hope that good shall always prevail in the end.


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