María
Rostworowksy es sin duda alguna una de las más importantes intelectuales
peruanas y son muchos sus aportes a la comprensión de la historia andina. Es
también una mujer excepcional, cuya vida da luces sobre la historia del siglo
XX estas y otras mas nos confeso la Ilustrisima.
— ¿Podrías contarme cómo es que llegaste a la investigación
científica?
— Me gustó siempre la historia. Desde cuando estaba en el
colegio, en Bélgica, me interesaba mucho; el medioevo me fascinaba.
— ¿Tu familia de dónde es?
—
Polaca. Yo soy barranquina.
— ¿Cómo llegó tu padre al Perú?
— Mi
padre era un hombre sumamente culto, hablaba ocho idiomas; era agricultor pero
creo que no le interesaba mucho la agricultura, lo que le interesaba era la
poesía. Escribía poemas pero por la guerra nunca se publicaron. Era un hombre
muy curioso, muy inquieto. Salió de Polonia porque creo que quería cambiar de
ambiente. Estuvo de ingeniero agrónomo en Haití y allí atrapó un tremendo
paludismo. Le dieron tanta quinina (eso fue a principios de siglo) que perdió
el oído; luego regresó a Suiza donde siguió un tratamiento y lo recobró.
Después, ya en París, no sabía qué hacer; era amigo de los Darcourt, que se
venían al Perú, y le dijeron: ¿por qué no se viene con nosotros? Dijo bueno, y
se vino, y le gustó el Perú.
— ¿Ya estaba casado?
— No.
En el Perú conoció a mi madre y se enamoraron. Después regresó a Polonia; en
esa época había que pedir permiso al hermano mayor. Los miembros de mi familia
polaca eran intelectuales. Entre mis tíos está Karol Humberto Rostworowski, uno
de los mayores dramaturgos de Polonia. Mi tío Miguel era abogado
internacionalista, uno de los primeros del Tribunal de La Haya. Mi familia era
sumamente religiosa, católica. Mi tío Juan era uno de los grandes oradores jesuitas.
Mi tío Alberto, hermano de mi padre, fue senador por Varsovia y uno de los que
hicieron la Constitución polaca después de la guerra. Mi otro tío, Antonio, fue
uno de los fundadores de la Universidad Católica de Berlín. Todos escribían. Un
primo mío entró a la Academia de Historia de Polonia el mismo año que yo llegué
aquí. Pero mi generación, como que se truncó después porque muchos murieron en
la guerra. Sin embargo, otro primo mío es uno de los grandes especialistas en
Rembrandt de Europa y lo convocan cuando necesitan expertos. O sea que es una
familia de intelectuales...
— Es notable que con esos antecedentes familiares, tu padre
terminara viniéndose al Perú.
—
Bueno, mi padre era aventurero y le gustaba lo nuevo, lo exótico; para él el
Perú era algo totalmente distinto. Mi familia materna es gente afincada aquí
desde tiempo atrás; yo creo que son del siglo XVII; tengo documentos sobre
ellos. Mi abuelo hablaba quechua y aymara, fue presidente del Senado; ahí está
su retrato, es de los primeros peruanos que fueron a investigar a los Estados
Unidos. Tenía el título de ingeniero agrónomo; fue uno de los primeros. Era una
persona muy dinámica. Me imagino que era gamonal, pero un gamonal con
inquietudes. Todo su dinero se perdió: yo creo que la vida tiene altas y bajas,
y es más fácil hacer fortuna que conservarla; todo se pierde. Tenía muchas
haciendas en Puno porque se casó con una persona rica. Nunca me he explayado en
mi biografía. He sido concebida en los Andes, en Puno, y pienso que eso para mí
es importante porque creo que de ahí viene ese profundo sentimiento andino que
tengo.
— ¿Hiciste tus estudios secundarios en Europa?
— Sí,
primarios también, pero en una hacienda. Nos fuimos de aquí cuando tenía cinco
años. Estuvimos dos años en Polonia, pero mi madre no aguantó su clima duro y
entonces mi padre compró una hacienda en Francia. Mi infancia ya consciente es
francesa. Yo amaba mucho ese sitio, ese rincón. Me gusta mucho el campo y me
siento en el fondo campesina. Ahora, después de tanto tiempo en Lima,
forzosamente ya soy citadina, pero a mí el campo me fascina. Cuando vine a
Lima, Lima me traumó porque era árida, el verde era sucio. Me imagino que mucha
gente que viene de la sierra tiene el mismo sentimiento que yo...
— Puedo testimoniarlo...
— Sí,
esa falta de verde, de naturaleza. No me acostumbré al principio al Perú, en
absoluto. También contribuyó a eso que mi matrimonio polaco naufragaba; salí
encinta, el malestar y todo eso hizo que no me adaptara al Perú. Después,
cuando nació mi hija, me fui con mi padre al Cusco; me deslumbró su luz, su
aire, su clima, porque era diciembre: fue para mí la revelación de otro Perú.
— Era el Cusco de antes del terremoto y la reconstrucción.
— Así
es. Te estoy hablando del año 36; era algo maravilloso y para mí era una
apertura a otro Perú. Fue muy importante porque después tuve que regresar. Yo
siempre he soñado con vivir en el Cusco, por lo menos unos años para
investigar, pero las situaciones de la vida te llevan por caminos distintos a
los de tus deseos. Después mi padre compró una hacienda en Huánuco y pasamos
tres años allí; ya estaba divorciada. Huánuco era muy bonito, teníamos una casa
con una huerta muy grande; tenía un caballo y podía montar a caballo y recorrer
pueblos; eso me reconcilió con el Perú. Después, pasado un tiempo, me casé con
Alejandro Diez Canseco y él me ayudó a comprender el Perú. Por eso en la
Historia del Tahuantinsuyo se lo agradezco expresamente. Viajamos mucho y me
estimuló enormemente para que investigara, porque yo tenía enormes inquietudes
por el Perú; a borbotones tenía la inquietud y había que encauzarla. Leí el
libro de Markham que habla mucho de Pachacútec y me entusiasmó la idea de
investigar. Yo soy autodidacta...
— ¿No has seguido estudios universitarios?
— No.
Fui alumna libre en San Marcos pero yo iba a escuchar a quien me interesaba, y
a quien no, no iba.
— ¿Y quién te interesaba?
—
Bueno, me interesaban Tello, Valcárcel, Porras. Porras consiguió que yo pudiera
ir de alumna libre, de cachimba y hasta sacar libros de la universidad.
— ¿Estabas casada?
— Ya
estaba en el segundo matrimonio.
— Es excepcional que en esa época el esposo alentara a su
esposa a salir de la casa para formarse.
— Sí.
Tengo que confesar que tenía dos empleadas magníficas; siempre he tenido
empleadas maravillosas que forman parte casi de la familia y me decían:
«señora, vaya nomás a la universidad y no se preocupe que nosotras vemos todo».
Yo nunca he sido fuerte de salud; ahora de vieja sí, pero de muchacha y de
mujer joven, era bastante enfermiza; me habían operado varias veces, tuve una
serie de enfermedades y no podía hacer una vida muy activa; pero para ir al
archivo sí tenía tiempo. Era a fines de los cuarenta. Recuerdo haber ido al
archivo durante dos años todos los días, como si fuera mi trabajo.Pero tenía
que hacer una vida bastante descansada, en cama bastantes horas, y mi marido me
traía todas las crónicas que entonces estaban saliendo y eso me ayudaba para
ficharlo casi todo. Para recuperarme de un paludismo, una de mis muchas y
recurrentes enfermedades, un invierno fuimos a Ancón (que a mí me gustaba en
invierno, no en época de temporada) con mi hija y mi marido. Estábamos en la
pensión nosotros y ahí venía a almorzar Porras que organizaba reuniones en un
departamento con todos sus discípulos, y entonces le interesó que una mujer
joven estuviera leyendo a Riva Agüero. Conversamos y yo le hablé de mi
inquietud por escribir sobre Pachacútec y me ayudó. Vio mis cuadernos, me dijo
«hay que botar esto, hay que hacer fichas». Entonces me enseñó desde lo
preliminar: cómo fichar, cómo investigar; los puntos básicos de un
investigador: la veracidad de lo que uno dice, citar siempre exacto, nunca
citar de citas, qué sé yo, todas las cosas básicas de lo que es una ética del
investigador. Después empezó a darme bibliografía a medida que yo iba
trabajando, y entonces ya no iba tanto a San Marcos, porque, como te digo, no
tenía una salud muy buena. El más bien venía a la casa, en parte porque a mí me
gusta cocinar, soy buena cocinera.
— Ese era un importante atractivo para que Raúl Porras fuera a
tu casa.
—
Claro, la buena comida siempre es un atractivo para los varones. Yo hacía
platitos franceses y él venía generalmente con sus discípulos o a veces solo.
Después del almuerzo teníamos una tertulia y lo recuerdo sin su chaleco,
caminando de arriba a abajo y yo apuntando todo lo que me decía: «archivo tal,
archivo cual, ve a tal, ve a éste, ve al otro, busque aquí». En ese sentido me
ayudó pero yo nunca he ido, por ejemplo, a las reuniones en su casa porque mi
marido —que era muy celoso— no me hubiera dejado. Estaba muy limitada, pero yo
me encontraba tan feliz con mi investigación sobre Pachacútec que no me
importaba y seguía trabajando. Eso duró más o menos 7 o 9 años, entre escribir
e investigar y sé que fiché e investigué muy meticulosamente las crónicas, con
fichas cruzadas de una exactitud de principiante. Después le di el libro () a
Porras para que lo leyera. Le gustó, era justamente el año 51. El Congreso
Internacional de Peruanistas, organizado por el cuatricentenario de la
fundación de San Marcos, fue mi debut, porque me dijo que presentara una
ponencia sobre las sucesiones incas, que encontró muy original...
— ¿Cómo fue recibida la ponencia?
— La
ponencia muy bien, pero yo con unos sustos terribles. Yo soy tímida; claro,
ahora no lo soy tanto, porque si a los 81 años fuera tímida pues ya sería un
fracaso total, pero me ha costado mucho trabajo sobreponerme. Como había estudiado
siempre sola, sin colegas con quienes discutir fuera de Porras, no tenía
costumbre de explayarme, de conversar con otros, y hasta ahora me ha quedado un
poco de eso.
— O sea que tampoco tenías conciencia de la importancia de lo
que habías hecho.
— Ah
no, ninguna, ninguna. Sencillamente el tema me apasionaba. Me imagino que soy
muy apasionada en eso. Mi hija sentía celos porque yo le decía: «es tu hermano
Pachacútec», y ella me respondía, «no, yo soy hija única». Esa cosa de chicas,
¿no?
— Tu libro Pachacútec Ynca Yupanqui debió haber sido premiado,
¿no es cierto?
— Sí,
pero no me dieron el premio; me lo quitaron.
— Cuéntame.
— Era
el premio Garcilaso de la Vega, que otorgaba entonces la Casa de la Cultura. Me
lo quitaron por una situación curiosa...Después me enteré de los entretelones:
el gobierno sostenía un juicio con la casa Cosmana y no había forma de coimear
con dinero a Eguiguren para que apoyara al gobierno en ese juicio. La única
manera era dándole lo que él quería: el premio por un trabajo que no era
original. Y se lo dieron.
— ¿Ya había un fallo del jurado?
— Con
fallo del jurado y todo. Entonces, como compensación y para que me callara la
boca, me ofrecieron publicar el libro. Mi marido dijo «de ninguna manera; yo
publico tu libro; no quiero nada». Porras se portó muy hidalgamente conmigo
porque renunció, protestó. Ahí tengo los recortes de periódico de todo ese
suceso. Fue una injusticia muy grande. Bueno, esa fue mi primera experiencia.
— ¿Sientes que de alguna manera ha habido una reparación a esa
injusticia?
— Sí,
claro, a la fecha sí.
— Estaba pensando que es un gusto que el reconocimiento llegue.
— Sí,
es una compensación, porque me dolió muchísimo. Y entonces, yo le dije a
Porras: y ahora qué estudio...Y Porras me contestó: «por qué no estudia a
Toledo». Yo le dije «no, no quiero saber nada del virreynato, yo me quedo en
los Andes».
— Pensaba en Raúl Porras y su inclinación por la Colonia, el virreynato,
Pizarro, etc., y usted con Pachacútec. De alguna manera siento que era una
especie de contraparte muy curiosa, ¿no?
— Sí,
yo creo que a Porras lo influencié porque después cambió, no era ya tan
extremista. Una cosa que lo cambió fue ser embajador del Perú en España. Le
pasó lo de Garcilaso: aquí se sentía español, allá se sintió peruano. Defendió
la bandera y tuvo líos allá. Yo creo que un poco, un poquito, lo influenciaría.
— Este tema me parece particularmente importante porque
conmemoramos su centenario...
— Sí,
yo creo que le abrí un poco horizontes indígenas.
— Vamos a hablar de tus períodos básicos de formación. Hay
temas que son dominantes en la profesión de un autor...
— Para
mí la costa. Yo quería el Cusco, mi corazón era cusqueño, con mi amor por
Pachacútec, los incas y todo lo demás, pero me era imposible ir al Cusco, tenía
marido, hija, padre, no había forma de ir al Cusco. Fui dos o tres veces y me
di cuenta de que era absolutamente imposible. Yo quería trabajar en los libros
parroquiales pero era imposible, entonces no me quedó otra cosa que estudiar la
costa porque era el lugar donde vivía. Yo tenía acceso a los archivos limeños.
Es así como trabajé en esto de los Curacas y sucesiones durante dos años y
comencé a estudiar la costa; me fui interesando cada vez más. Una palabra puede
ser un derrotero. Por ejemplo, Collique fue para mí una palabra mágica, no sé
por qué, por intuición quizás. Pero yo dije «esto es un derrotero» y seguí
estudiando Collique, y no era cusqueño. Es así como el destino, si quieres, me
llevó a estudiar la costa y después me fui entusiasmando y llegué a seguir
estos estudios durante dos años, y desde ahí casi todo el tiempo.
— Es un tema que no has dejado.
— No,
ahora acabo de terminar el segundo tomo de Ensayos de Historia Andina y los
temas son las rayas de Nazca, donde propongo una hipótesis diferente a la de
María Reiche: yo no creo en el calendario; yo creo que es mágico religioso. Es
que hay que meterse en el alma de la gente. Eran animistas: el mar, la tierra,
el viento, todo eso tenía vida.
— ¿Cuál es tu hipótesis para explicar el porqué de las lineas
de Nazca?
—
Primero, que son costeños del siglo III; no creo que se interesaran realmente
en un calendario tan complicado; ni ahora lo entienden. Para mí su calendario
era lunar. Según un documento de 1558 los costeños no adoraban al sol sino a
huacas; todo eso me hace pensar que no era un calendario, que más bien era algo
mágico religioso. Con nuestra mentalidad resulta difícil entrar en la
mentalidad de gente de otra época. Creo que ante todo hay que ver, y es una de
mis preocupaciones, el modo de pensar andino, la lógica andina. Bueno, sería
muy largo explicarte Nazca.
Después
me interesé por las islas del litoral, por los recursos hidráulicos, porque sin
ellos no se puede vivir en la costa. Si hablo de costeños y serranos no es con
la idea de apoyar a unos o a otros, sino para mostrar la situación en que vivía
nuestro pueblo, nada más, como, por ejemplo, con el agua. Los serranos se
sentían con derecho a las tierras costeñas porque el agua viene de la serranía,
pero cuando había una sequía se juntaban serranos y costeños y abrían las
lagunas. Desgraciadamente el documento no dice cómo abrían las lagunas y en qué
consistía abrir lagunas. Y así una infinidad de pequeñas cosas que me hacen ver
el sentido de lo costeño. Ahora ya me gusta la costa, no la ciudad; me gusta la
costa lejos de la población.
— Entiendo que la primera mitad de la década de los 60 fue un
período de intensos debates, que ya no atañen a tal estilo iconográfico en
particular, o a tal rasgo estilístico, sino a algo más de fondo, que es una
racionalidad andina. Pienso en Polanyi y en Murra.
—
Claro...
— Cuéntame un poco.
—
Bueno, mientras vivió mi marido yo permanecí totalmente aislada y no podía
entrar en contacto con nadie. Si bien mi marido me apoyó bastante en el
estudio, después «la criada le resultó respondona». Eramos muy amigos del grupo
indigenista de José Sabogal; aquí tengo el cuadro que me pintó Sabogal, no
porque yo se lo pidiera sino porque él me quiso pintar. Eramos amigos de
Arguedas, de todo ese grupo. Y en una oportunidad Arguedas mete la pata y nos
presenta: «María Rostworowski y el esposo de María Rostworowski». Eso me valió
un mes entero de peleas. Fue algo terrible. Esa era mi situación en esa época;
que no podía salir de casa. Después muere repentinamente mi marido, hombre sano
y fuerte, en diez minutos, con una embolia, el año 61.
Fue
muy duro para mí porque, primero, formábamos una linda pareja, pero quizás si
hubiera vivido ya no habría podido seguir trabajando, porque uno necesita
conversar con colegas, necesita interlocutores y no puedes vivir siempre encerrado
en tu casa. Creo que su muerte me traumó tanto que no pude investigar durante
más de 6 años. Además, tenía que trabajar. Quedé en una situación no muy buena.
Fue una época muy dura. Heredé una ladrillera y ahora dime ladrillo y para mí
es una mala palabra.
— ¿Qué hacías ahí?
— Era
la directora, tenía que manejar una ladrillera. Y tenía una muy buena cartera
de clientes pero se me acabaron las tierras. Tuve que comprar tierras, fue muy
duro...
— Así que tuviste tu etapa empresarial también...
— También,
sí, pero está casi borrada del mapa de mis trabajos. Después me dieron la
agregaduría cultural en Madrid, lo que me permitió ir a archivos. Pero no fui
mucho, porque me interesó enormemente la parte humana de los estudiantes.
— Yo quería hacer antes un balance de lo que hemos conversado;
con relación a qué significaba ser mujer en el Perú de los años 50, porque hay
cosas muy especiales en la relación con tu esposo que me parecen combinar
continuidad y cambio.
— Sí,
era un poco oponerse a todo, que yo no viera a nadie, que no fuera a ninguna
parte. Murra me invitó un día a tomar té, yo tuve que decirle que no y me sentí
tan tonta de decirle no, no puedo, estoy ocupada... Después él me contó que
suponía que algo así debía pasarme. Un día Rowe me invitó a tomar un café —una
cosa normal— y él dijo no, aquí en la casa. A almorzar. Entonces ese día hice
una comidita —bien rica, para qué—; fue frustrante a más no poder: no abrí la
boca, toda la familia metió su cuchara, inclusive mi hija, y yo no hablé con
Rowe para nada, y se fue y no intercambiamos nada. Después lo he conversado con
él.
— ¿Y no había espacio para arreglos?
—
Nada, era muy difícil.
— ¿Pero era el medio o qué lo que hacía imposible la rebelión?
— No
podía haber rebelión, primero porque fuera de eso me llevaba bien, porque mi
marido se ocupaba de mi hija que no era de él sino del primer matrimonio, y era
un verdadero padre para ella. Entonces no se puede ser malagradecida y
rebelarse contra una persona que muestra tanto cariño y afecto.
— Y
que además está convencida de que las cosas son como deben ser.
—
Claro, yo quería liberarme pero no podía. Además vivían con nosotros mis
padres, yo estaba completamente amarrada, no podía. Me acuerdo que tuve que
suspender las clases de Tello porque eran a las 7 de la mañana y a las 6 se
confabulaban mi marido con mi hija para no dejarme salir temprano. Entonces
forzosamente tenía que quedarme en la casa. Pero cuando tuve la libertad,
estuve tan agobiada por la pérdida, por el trabajo, por las dificultades
económicas, por un trabajo que no conocía, que era ajeno a mí, a mis gustos,
que poco podía hacer, ni pensar en escribir, ni investigar, nada.
— Hay un paralelo interesante que se me ocurre. Trabajando
documentos sobre Clorinda Matto...
—...
yo enviudé a los 45.
— Ella
tenía 29 años cuando se queda en esa condición y tiene que hacerse cargo de un
molino de trigo y del rescate de lana durante años para sobrevivir. Veo que 80
años después la situación en el Perú no era muy distinta.
— No,
y en Lima igual que allá.
— Estuviste fuera entre el 64 y 69...
— En
principio del 64 al 68, pero como tenía pagado mi departamento me quedé tres
meses por mi cuenta, y es ahí que pude encontrar el documento de Chincha. En
Madrid investigué muy poco porque me dediqué a los estudiantes peruanos. Y fue
una labor muy grata para mí que me ayudó a reponerme. O sea que yo les debo
también agradecimiento: yo les di y ellos me dieron. Había que ayudarlos,
estaban abandonados. Me acuerdo que el Ministro Consejero me dijo: «María, por
favor, no se meta con estudiantes», y yo fui donde el embajador y lo convencí
de que era una obligación. Yo decía «si voy a estar acá ganando dinero del
Estado, yo quiero hacer algo, son ciudadanos peruanos que necesitan apoyo; ir a
cocteles no me interesa, yo quiero ocuparme de los estudiantes». Lo primero que
hice fue un censo. Escribí cartas a todos los cónsules para ver cuántos chicos
peruanos había en distintos sitios; claro que el censo no era completo pero
reveló que eran más de 3 mil, lo que es bastante. Pero me las ingenié. Ellos
sabían que podían recurrir a mí en caso de dificultad. Me las arreglé para
tener acceso a los que daban los títulos; se demoraban años para dárselos; yo
en 8 días se los conseguía; iba, pasaba mi tarjeta, decía: «acá el muchacho
necesita, por favor ayúdeme...» y le daban facilidades, hasta perdí mi timidez.
En parte algo me queda, un rezago. Después, en muchos otros casos, cuando
estaban con problemas, he sido madrina de matrimonio, de nacimiento; soy madrina
de matrimonio de Corcuera.
— Hablaste de una reconstrucción personal hace un momento.
— Sí,
mira, eso me ayudó. Y también algo de lo que casi nunca he hablado: con el
agregado cultural se ofreció la oportunidad de ir de misionera al Leprosorio de
San Pablo, en la frontera con Brasil; inclusive me cayó un dinero que no
esperaba...y me fui; una experiencia así también me ayudó mucho. Gente que
realmente tenía tales problemas, que lo mío no era nada. Te podría contar cada
caso, que realmente me hacían sentir muy infeliz...Creo que inconscientemente
buscaba cosas que me ayudaran a reponerme, a rehacerme, a entrar en mi ser.
Pero todo eso tomó años.
—
Ahora, me imagino que para el 68 tu hija ya era independiente.
— Era casada, con hijos y todo.
—
Entonces realmente ya estabas en condiciones de iniciar una nueva etapa en tu
vida.
— Sí, ya podía.
— Es la época del gobierno de Velasco. Retornas a un Perú que
ha cambiado.
— Ah,
sí, con Velasco. Y entonces me ofreció Martha Hildebrandt ser directora del
Museo y estuve ahí 5 años. La verdad es que no me gustó el trabajo. Yo quería
hacer cambios en el Museo, pero no me lo permitían. Quería hacer reformas pero
me cortaron toda iniciativa. Entonces me dediqué a investigar; de ahí salió la
historia de los Señoríos indígenas de Lima y Canta, que publiqué después.
— Un hito ...
— No
creo que sea mi obra mayor. Yo creo que mi obra mayor es Poder, ideología
religiosa y política.
— Es una obra de síntesis, ¿no?
— Yo
creo que es la que más he tenido que pensar porque tienes que rumiar los
problemas, meterte dentro de lo que pensaban, de lo que sentían. Cuando hablas
de un personaje no tienes referencias directas, porque te llegan a través de la
documentación española. Y ahí viene el problema de entender qué cosas nos dicen
y cuándo las están diciendo, pues a veces se desdicen de lo que han dicho
porque no encaja con la realidad y uno ni cuenta se da.
—No encaja en los esquemas mentales con que están viendo la
realidad.
—Sí,
no encaja porque en vez de buscar la mentalidad andina se vierten ellos,
entonces te hablan de primogenitura, de bastardía, cosas que no existieron en
el mundo andino. Ese es un peligro que constantemente acecha al historiador y
del cual hay que estar constantemente prevenido. Por eso no he querido hacer
nunca una reedición de «Pachacútec», porque me han asaltado muchas preguntas, a
veces sin respuestas. Sólo ahora que se va a editar un libro en homenaje a
Aurelio Miró Quesada, he preparado un trabajo cortito sobre quién fue
Pachacútec Ynca Yupanqui y doy las dos versiones, la del 53 y la de ahora,
mucho más andina.
— Sería interesante confrontarlas ambas.
— Que los investigadores como tú busquen, investiguen; yo no
opino.
— Estaba pensando que en tu preocupación central por la costa,
por los hombres y las mujeres de la costa, hay un par de temas que me parecen
interesantes. Te pediría conversar sobre ellos. Sobre doña Francisca Pizarro y
el Cristo Morado. —
— Bueno,
Francisca Pizarro es mujer. Y como es del mismo género que yo, pues me interesó
lo que sintió. Pizarro trató de hacer de ella una española. La separó
probablemente de su madre apenas terminó la lactancia. Tuvo una aya española.
La cuñada, doña Inés Muñoz, fue su madre sustituta. Cómo la arrancaron, cómo
debió sentirse. Y después, en otro trabajo que tengo, en un artículo de este
nuevo libro que es un juicio de hechicería de 1547 de doña Inés Huaylas
Yupanqui, hago una comparación entre la infancia de Francisca y la infancia de
Garcilaso.
Es muy
interesante ver el paralelismo y la diferencia entre ambos. La madre de
Francisca fue rechazada a temprana edad. Es el padre quien la educa, el padre
quien le habla de España; seguramente comentan todas las hazañas de la
conquista y por último es enviada por la Corona a España y allí se casa dos veces.
Garcilaso, al revés, tiene la madre cusqueña, la madre que con todo el cariño
cusqueño da a sus hijos toda su educación. Entonces hay una diferencia enorme
en cómo se desarrollan sus vidas después. Yo creo que esa etapa materna es muy
importante, marca a los dos. Y cómo después Garcilaso, que se sintió acá
español y allá se sintió indio, emprende un retorno a esa madre, a ese tío, a
esos antepasados. Entonces es muy bonito comparar...
— Mientras que Francisca, va y regresa...
— Pero
no creo que haya tenido muchos sentimientos por su madre, porque en el
testamento Francisca le deja su herencia si a ella le pasa algo en el viaje,
pero no hay una palabra de cariño. No sabemos si alguna vez la madre le habló
en quechua, seguramente de pequeña, si le dio un sobrenombre quechua como su
«guagua». Eso no lo sabemos. Entonces no sabemos si en ella quedó un
resentimiento de eso.
— Decías que te interesaba porque era mujer, y esto al parecer
desde los años 50, pero yo me atrevería a decir que el momento para estudiarla
fue precisamente en los 80 y no en el 50.
— No, es que en el 50 yo no sabía nada de nada.
— Ya estabas trabajando...
— Pero estaba toda metida en el Cusco.
— Pienso que de alguna manera ayudó la emergencia del
movimiento feminista...
— No soy feminista...
— En la reflexión...
— No estoy para nada en el movimiento feminista porque
nunca he querido ser hombre, porque estoy muy contenta de ser mujer...
— ¿Crees que las feministas quieren ser hombres?
— Sí, yo creo que lo añoran. Son explicaciones que mis
amigos sicoanalistas dan, yo no entro en eso. Pero yo siempre estuve contenta
de ser mujer. Tiene muchas ventajas si lo quieres aprovechar. Ante los mismos
varones, no necesitas ser prepotente, mejor te haces la pobrecita, la que no
sabe hacer nada y el varón corre a hacerlo todo.
— Pero me has estado hablando de tus dificultades para
liberarte en los años cincuenta.
— Bueno, pero ahí es que había cambiado un poco. Yo ya
había escrito un libro y ya no sabía cómo seguir, cómo podía hablar con colegas...
Creo que había agotado el estar sobre mí misma. Era ya una planta agotada, que
tenía que abrirse sus propios horizontes.
— A pesar de las limitaciones que tuviste en el 50, pienso que
de todas maneras tenías ventajas que eran excepcionales para las mujeres de
entonces.
— Claro, mi marido trabajaba y yo no necesitaba trabajar,
podía dedicarme...
— Pese a los límites que te podía poner hubo un apoyo, un
estímulo que quizá no tenían otras mujeres...
— Ah, sí, ahora, por ejemplo, a mi marido le encantaban los
dulces criollos de cuchara. Yo los hacía, no me importaba estar una hora
batiendo, pero yo estaba leyendo mi cronista.
— Leyendo tu cronista y moviendo tu cuchara.
— Sí.
— Quedaba más rico, seguro.
— Sí, es que batía
mucho. No, mira, cuando tú quieres conseguir una cosa, la consigues. Todo
depende de la intensidad de tu deseo de conseguir algo, y yo sabía que sobre la
cabeza de un tiñoso yo iba a investigar, y lo logré.
— ¿Qué permanece y qué cambia de estos años de los que hemos
conversado?
— De mi vida...
— De tu vida intelectual para circunscribir más...
— Mi apego al mundo andino.
— Esa es una continuidad...
— Esa es una continuidad que ya será para siempre. Me
hicieron no hace mucho un reportaje: «María de los Andes» me han puesto, soy
andina...
— Ahí hay una continuidad, pero sospecho que lo que dices sobre
los Andes suena de una manera diferente a como podías percibirlo en los 50.
— Claro, es que había una incomprensión...
— Algo ha cambiado, digamos.
— Mucho, porque piensa que yo comienzo a trabajar como
mujer, era un handicap tremendo ante el machismo de entonces. «Estudio indios»,
como me decían despectivamente. Después soy autodidacta y lo digo; nunca he
tratado de decir que he estudiado porque sería una tontería, además porque me
siento muy orgullosa de ser autodidacta. Sabes que yo lo veía antes como un
handicap tremendo, pero creo que ha sido bueno porque los profesores me
hubieran exigido seguir lo que ellos querían y yo quería hacer lo mío. Entonces
creo que no me han maleado.
— Esa es una buena cosa.
— Entre comillas.
— Me gustaría, para terminar, hablar algo sobre el futuro.
— Bueno, mira, tengo un largo pasado, tengo un larguísimo
pasado...Ochentaiuno es bastante. Tengo un presente y no tengo un futuro porque
el futuro se acaba en cualquier momento y no me importa que se acabe. Ya, pues,
ya hice mi trabajo, ya hice mi obra, mi hija, mis nietos casados, tengo 7
bisnietos. ¿Ya para qué más?
— Pero tienes planes.
— Tengo planes porque no puedo vivir sin investigar.
— Estamos conversando rodeados de un conjunto de textos que
tienes a tu alrededor y...
— Sí, siempre los tendré mientras pueda, pero ya no es...
— ¿Qué estás trabajando?
— Mira, ahora estoy haciendo pequeñas cosas. Después
quieren publicar el documento de Pachacamac, un volumen de más de 200 folios
que es muy interesante para muchas personas, porque de un documento así cada
quien saca lo suyo y hay que pensar en los demás, en los otros investigadores;
publicarlo para que lo tengan a mano. Entonces se va a publicar, pero tengo que
hacerle el prólogo, la introducción. He tenido que releerlo desde el principio,
y volver a fichar. Y siempre me interrumpen porque quieren otras cosas.
— Y así me dices que no tienes futuro.
— Pero no es un futuro largo ni pensado a largo plazo. No
tengo largos plazos.
— Nadie sabe, uno tiene 5 años y no sabe si tiene futuro más
allá del día siguiente, pero...
— Sí, pero tampoco quiero tener un futuro vegetal ni esas
cosas, ¿ah? Eso no es futuro.
— Disculpa, pero si hay algo diferente en este país a un
vegetal es María Rostworowski trabajando.
— No sé si lo es, pero tú no sabes cómo puedes quedar de
una enfermedad, de un accidente. He escrito una carta a mi nieto en la que le
digo: si por enfermedad o accidente me ponen tubos y todas esas cosas, no me da
la gana. Nadie puede decidir hacer eso de mi vida. Mi vida es mía y yo decido
lo que quiero de mi vida. He prohibido terminantemente someterme a esa
prolongación de enfermedades.
— Reivindicas el derecho a disponer de tu vida.
— Es mi vida, yo la he vivido, la he sufrido, la he gozado.
Es mía; yo dispongo, y nadie más tiene derecho. En eso tengo ideas bien claras
sobre lo que quiero y lo que no quiero.
— Completamente de acuerdo contigo. Y sobre lo andino qué
piensas para el futuro. Hay una serie de cambios, Lima ya no es lo que era.
— Mira, si tú comparas la Lima que yo he conocido, del año
85 al 97 hay enormes cambios a favor, no en la belleza de Lima pero sí en la
gente. Ya no hay ese repudio al indio. El indio ya está integrado al país.
Habrá afeado a Lima, pero Lima tomó conciencia de los Andes porque los Andes
han venido a Lima, y yo me alegro; me alegro, porque es la única manera en que
iban a darse cuenta de que hay otro Perú.
— ¿Crees que haya desaparecido el racismo en Lima?
— Está desapareciendo. En la gente joven tú lo ves. Para mí
la esperanza es la gente joven. La gente joven tiene otra visión, otros deseos,
que ya se están integrando; ya estamos formando una nación. Y una cosa que yo
veo como ejemplo de integración es la comida peruana, una de las mejores
comidas del mundo. ¿Y qué es?: integración total.
Mejor que mejor, porque nos da una riqueza interna que es ese crisol que se
está formando, que va a dar una visión muy rica.
— Y el Señor de los Milagros.
— Pues las reminiscencias de Pachacamac.
— Pachacamac y la herencia africana.
— Ese crisol. A mí lo que me gusta del Señor de los
Milagros es que surge espontáneamente como un movimiento popular. No es de la
Iglesia; la Iglesia no ha hecho al Señor de los Milagros. Es la unión indígena
y negra, espontánea y popular, la que lo crea. Por eso es rico y por eso
subsiste hasta hoy día y subsistirá, porque proviene de las profundas raíces
étnicas nuestras. Eso es justamente lo que debe pasar en el Perú, esa amalgama.
No podemos negar lo español, no podemos negar lo negro ni lo andino. Esa amalgama.
Ese es el futuro del Perú. Y por eso yo creo profundamente en el futuro del
Perú. Tenemos que integrarnos y ya lo estamos haciendo; queriendo o no
queriendo lo estamos haciendo, y la gente joven sobre todo.
— Hace un par de años estuvimos en la entrega del premio Juan
Mejía Baca y...
— Fuimos premiados los dos...
— Y... hablábamos de la reparación que suponía ese premio, en
relación a la injusticia cometida tres décadas antes con el premio que debieron
haberte dado...
— Sí.
— Ahora has recibido una nueva distinción. ¿Cómo se siente
«María de los Andes» al ser reconocida?
— Muy contenta, y naturalmente porque junto conmigo son los
Andes; no estoy sola. Ya principian a interesarse por los Andes, ya principian
a estudiarlos. Por lo menos sonarán ya un poquito los Andes. Y por eso es que
me gusta.
— Debe ser un gusto saber que uno ha contribuido...
— Sí, aunque sea un grano de arena, pero es un alguito.
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