MESSI Y LA COPA DEL REY 2015
Encerrado en la banda por tres defensas del Athletic como King
Kong, a punto de ser paseado en jaula para asombro de la civilización, Lionel
Messi se vio en el minuto 19 como uno de esos héroes cansados que echan de
menos el ruido de las casas de Lavalleja en el barrio La Bajada de Rosario, los
recados con un balón hecho de medias para entretenerse por el camino y aquellas
pachanguitas en las que le rompían las piernas chicos de 18 años porque él, que
tenía 9, los ponía a bailar a todos alrededor de un palo. La banda es el
apeadero criminal en el que se dan los mejores regates y las patadas más
salvajes, de donde sólo se sale Dios o muerto. En esa banda del Camp Nou un día
Roberto Carlos, nada más empezar el partido, levantó tres metros a Luis Figo,
que cuando aterrizó en el campo ya era del Madrid para los restos.
Cerca de ese lugar recibió el sábado Messi el balón, pero más
atrás, en una zona aburrida del campo. A Messi se le puso delante Balenziaga
sin saber Balenziaga que él, por delante de diez hombres, era el único resto de
la muralla que le quedaba por descomponer al 10. Lo picoteó como el Pájaro Loco
y al arrancar prefirió meterse en el callejón de las farolas rotas antes que en
campo abierto. La opción fácil era buscar asociaciones, poder regatear a
izquierda o derecha, echar a andar al equipo. La otra, verse rodeado de
defensas sin esa mala verja de las películas, con la peste a gol filtrándose
por el estadio, era el turno de oficio. Sólo hay que ver la cara de pánico con
que los tres defensores arrinconan a Messi en una esquina de la banda a 60
metros de la portería para saber que un segundo antes, cuando dejó atrás a
Balenziaga, Messi ya había dejado atrás al portero.
La velocidad en el fútbol es un virtud elegante que Zidane
amansaba. Era tan rápido pensando que no daba tiempo a saber lo que ya estaba
haciendo, despacísimo, con el balón. Messi desprecia el tiempo que perdía
Zidane con la cabeza y lo pone al servicio de las piernas. No hay nada
aristocrático en su fútbol: es el Julien Sorel que llega a la clase alta y la
pone patas arriba porque inventa unas leyes nuevas. Messi piensa las jugadas en
algún momento de su vida y en el campo las ejecuta como quien recuerda un
sueño. Lo que hizo en la final al superar a su marcador fue encadenarse y
tirarse al pozo de agua como Houdini no para que le resultase más difícil, sino
porque lo hizo tantas veces que la magia que el mundo ve Messi ya no es capaz
de apreciarla. Empieza a haber algo de nostalgia en esas jugadas suyas. Es como
si en cada una terminase de vomitar a Maradona y empezase a aparecer él.
Con esos tres hombres hizo un ovillo de lana y se fue golpeando
una pelota con la zurda y otra con la derecha. Dejó caer el cuerpo a la banda
para llevarse con él al primero, poniendo a la gravedad de su parte, y dejó al
otro lado una pierna colgando. Desechado el rival, le enseñó la pelota al
segundo, que supo un segundo antes que Messi lo que le iba a hacer.
Descompuesto, abrió las piernas y se encomendó a los dioses para que a Messi lo
parase un infarto. El argentino se filtró invisible y fue hacia la portería
mientras todo el mundo, incluido el defensa, sabía lo que iba a pasar. Como
Messi no tenía ni idea, le engañó. El niño volvió a olvidar cambiar la moneda
de mano. Hasta el portero, que debió de pensar que Messi era demasiado grande
para optar por el palo fácil, dejó unos pocos centímetros en deferencia a su
genio. No hubo tal. El jugador más previsible del mundo hizo lo que se
esperaba. Tardó trece segundos en romper la red desde que recibió el balón.
Improvisó otra vez planos viejos. Y volvió otra vez a hacerlos únicos.
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