Hermano del apóstol Juan, perteneció al grupo de discípulos más
cercanos a Jesús y fue uno de los primeros mártires de la Iglesia Católica.
En la
Biblia se alude habitualmente a él bajo el nombre de Jacobo, término que pasó
al latín como Iacobus y derivó en nombres como Iago, Tiago y Santiago (sanctus
Iacobus). Santiago de Zebedeo o Santiago el Mayor fue uno de los primeros
discípulos en derramar su sangre y morir por Jesús. Miembro de una familia de
pescadores, hermano de Juan Evangelista -ambos apodados Boanerges (‘Hijos del
Trueno’), por sus temperamentos impulsivos- y uno de los tres discípulos más
cercanos a Jesucristo, el apóstol Santiago no solo estuvo presente en dos de
los momentos más importantes de la vida del Mesías cristiano -la transfiguración
en el monte Tabor y la oración en el huerto de los Olivos-, sino que también
formó parte del grupo restringido que fue testigo de su último milagro, su
aparición ya resucitado a orillas del lago de Tiberíades. Tras la muerte de
Cristo, Santiago, apasionado e impetuoso, formó parte del grupo inicial de la
Iglesia primitiva de Jerusalén y, en su labor evangelizadora, se le adjudicó,
según las tradiciones medievales, el territorio peninsular español,
concretamente la región del noroeste, conocida entonces como Gallaecia. Algunas
teorías apuntan a que el actual patrón de España llegó a las tierras del norte
por la deshabitada costa de Portugal. Otras, sin embargo, dibujan su camino por
el valle del Ebro y la vía romana cantábrica e incluso las hay que aseguran que
Santiago llegó a la Península por la actual Cartagena, desde donde enfiló su
viaje hasta la esquina occidental del mapa.
Tras
reclutar a los siete varones apostólicos, que fueron ordenados obispos en Roma
por san Pedro y recibieron la misión de evangelizar en Hispania, el apóstol
Santiago regresó a Jerusalén, según los textos apócrifos, para, junto a los
grandes discípulos de Jesús, acompañar a la Virgen en su lecho de muerte. Allí
fue torturado y decapitado en el año 42 por orden de Herodes Agripa I, rey de
Judea. Los supuestos testamentos relatan que, antes de morir, María recibió la
visita de Jesús resucitado, a quién le pidió pasar sus últimos días rodeada de
los apóstoles, que se encontraban dispersos por todo el mundo. Su hijo le permite
que sea ella misma, a través de apariciones milagrosas, la que avise a los
discípulos y, de esta forma, la Virgen se hace presente sobre un pilar de
Zaragoza frente al apóstol Santiago y los siete varones, episodio hoy venerado
en la basílica de Nuestra Señora del Pilar.
Fueron
estos siete discípulos, relata la leyenda, los que, tras escaparse aprovechando
la oscuridad de la noche, trasladaron el cuerpo del apóstol Santiago en una
barca hasta Galicia, adonde arribaron a través del puerto de Iria Flavia (actual
Padrón). Los varones depositaron el cuerpo de su maestro en una roca -que fue
cediendo y cediendo, hasta convertirse en el Sarcófago Santo- para visitar a la
reina Lupa, que entonces dominaba desde su castillo las tierras donde ahora se
asienta Compostela, y solicitarle a la poderosa monarca pagana tierras para
sepultar a Santiago. La reina acusó a los recién llegados de pecar de soberbia
y los envió a la corte del vecino rey Duyos, enemigo del cristianismo, que
acabó encerrándolos. Según la tradición, un ángel -en otros relatos, un
resplandor luminoso y estrellado- liberó a los siete hombres de su cautiverio
y, en su huida, un nuevo milagro acabó con la vida de los soldados que corrían
tras ellos al cruzar un puente. Pero no fue el único contratiempo con el que se
toparon los varones. Los bueyes que les facilitó la reina para guiar el carro
que transportaría el cuerpo de Santiago a Compostela resultaron ser toros
salvajes que, sin embargo, también milagrosamente, fueron amansándose solos a
lo largo del camino. Lupa, atónita ante tales episodios, se rindió a los
varones y se convirtió al cristianismo, mandó derribar todos los lugares de
culto celta y cedió su palacio particular para enterrar al Apóstol. Hoy se
erige en su lugar la catedral de Santiago.
No fue
hasta ocho siglos más tarde, en el año 813, cuando un ermitaño llamado Paio
alertó al obispo de Iria Flavia, Teodomiro, de la extraña y potente luminosidad
de una estrella que observó en el monte Libredón (de ahí el nombre de
Compostela, campus stellae, ‘Campo de la Estrella’). Bajo la maleza, al pie de
un roble, se encontró un altar con tres monumentos funerarios. Uno de ellos
guardaba en su interior un cuerpo degollado con la cabeza bajo el brazo. A su
lado, un letrero rezaba: «Aquí yace Santiago, hijo del Zebedeo y de Salomé». El
religioso, por revelación divina, atribuyó los restos óseos a Santiago, Teodoro
y Atanasio, dos de los discípulos del Apóstol compostelano, e informó del
descubrimiento al rey galaico-astur Alfonso II el Casto, que, tras visitar el
lugar, nombró al Apóstol patrón del reino y mandó construir una iglesia en su
honor. Pronto se extendió por toda Europa la existencia del sepulcro santo
gallego y el apóstol Santiago se convirtió en el gran símbolo de la Reconquista
española. El rey de Asturias fue solo el primero de toda la marea de peregrinos
que vinieron después.
La
autenticidad de los restos del apóstol Santiago ha generado, sin embargo, no
pocos y encendidos debates y protagonizado meticulosas investigaciones. El
inverosímil traslado -por la dificultad
que supone – del cuerpo del discípulo de Jesús hasta suelo gallego es solo una
de las muchas lagunas de una tradición que se mueve entre el rigor histórico y
las leyendas mágicas. Estudios arqueológicos han demostrado que Compostela era
una necrópolis precristiana, pero jamás se han practicado investigaciones
científicas sobre los restos que custodian los muros de la Catedral, hasta el
punto de que algunos investigadores incluso han atribuido tales reliquias óseas
a Prisciliano de Ávila, el obispo hispano acusado de herejía.
Sin
embargo, la historia de los huesos del Apóstol no acaba aquí. Una vez
descubiertas y honradas con un templo cristiano, las reliquias no pararon
quietas mucho tiempo. Según la tradición oral, en el siglo XVI tuvieron que ser
escondidas para evitar la profanación de los piratas que amenazaron la ciudad
compostelana tras desembarcar en el puerto de A Coruña (mayo de 1589). Las
excavaciones llevadas a cabo a finales del siglo XIX, al perderse la pista de los
restos de Santiago, revelaron la existencia de un escondite -dentro del ábside,
detrás del altar principal, pero fuera del edículo que habían construido los
discípulos- de 99 centímetros de largo y 30 de ancho, donde se ocultaron, y se
perdieron, durante años, los huesos del Apóstol. En 1884 el papa León XIII
reconoció oficialmente este segundo hallazgo.
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